[Entrada rescatada de un viejo blog, hace tiempo abandonado]
Creo que no hablé de él en su momento Imagino
que por no resultar esnob. Después de todo, no nos unía una gran amistad, ni
una reverencial relación entre cliente y sastre. Nunca me hizo un traje a
medida, por ejemplo. Pero llevaba catorce años acudiendo a su taller, que era
también su casa. Catorce años confiándole mis chaquetas para que las arreglara,
entallara, adaptara a mi esbelto y cuasi perfecto figurín (la industria no se
interesa por los tipos de 172 cm, delgados, proporcionados y de hombros
estrechos. y yo me niego a vestir con el uniforme de un jugador de fútbol
americano achaparrado, bracicorto y culigordo). No siempre acertaba, claro; y
yo, al principio, no me atrevía a discrepar de sus arreglos. Pagaba
religiosamente y me llevaba la chaqueta a casa. Al armario, más bien, del que
no volvía a salir hasta que, pasados unos meses, me decidía a regresar con la
prenda a su taller. Y volvía a pagar, claro, porque respeto el trabajo ajeno y la idiotez propia tiene un precio. Estoy convencido de que él sabía
que esa chaqueta ya había pasado por sus manos, pero no decía nada. Era muy
astuto, mi buen sastre. Y estaba jubilado. Me costó mucho vencer la vergüenza y
mi antigua inclinación al "qué le vamos a hacer", pero la rabia que
me producía mi espíritu canelo me pesaba mucho más. Descubrí que indignarse no
suele servir de nada y que la terquedad amable resulta, por el contrario, de lo
más eficaz. Empecé a llevarle, de vuelta, la chaqueta que me acababa de
arreglar, porque no había quedado exactamente cómo yo quería. Sé que, al
principio, mi cambio de actitud hirió su vanidad de sastre y puso en evidencia su
indolencia de profesional jubilado, pero, con el tiempo, aprendimos a tomarnos
las medidas el uno al otro. Después de todo, yo era un buen cliente (siempre me preguntaba: "¿dónde consigue guardar tantos trajes?". Todavía no he dado con una respuesta; aunque, como aquellos que se desplazan por la vida con niños y animales, el espacio para mi ropa determina buena parte de mi elección a la hora de escoger morada) y mis visitas eran
la ocasión pintada para hablar del tiempo (como vivíamos cerca, no me costaba
demasiado esfuerzo visitar su taller en cualquier época del año); de sus años
de mocedad (en cuatro trazos); de lo malas que eran las telas de hoy en día (todo lo
contrario que los viejos trajes de lana pura que yo le llevaba para arreglar y
que él palpaba con placer y aire de fin connaisseur); del problema de
circulación que padecía en las piernas. Le daba pánico entrar en quirófano,
pero mucho más el hecho de estar condenado a la silla de ruedas. A finales de
2005 -el día en que fui a recoger una guerrera militar antigua que me había
hecho arreglar para alguna que otra fiesta de disfraces, o sesión con amante
fetichista-, me anunció su decisión de operarse. Ya casi no podía salir de casa
y, para él "eso, no era vida". Prometí telefonearle a su
regreso del hospital, y dejé que transcurriera el tiempo sin hacerlo. Pasé varias veces, entretanto, por delante de su puerta y, cada vez, a punto estuve de llamar. Pero cada vez
seguí de largo, como dominado por un mal presagio. Hace varias semanas, con un nuevo traje antiguo y un abrigo de
época pendientes de arreglo, marqué, por fin, su número.
-Buenos días, ¿está el señor A.?
-¿Quién lo llama? -preguntó la que me pareció ser su mujer.
-Un cliente (a esas alturas, estoy convencido de que ella ya me reconocía por la voz, pero el ritual se mantenía inalterable). Quería llevarle unas prendas a
arreglar.
-El señor A. falleció (eso dijo: "falleció")
el 5 de enero.
Me quedé de piedra. Entre sollozos, su viuda
me contó que la operación había sido un éxito, pero el paciente no había
sobrevivido a uno de esos virus mortales que campan, a sus anchas, por los quirófanos. Con razón tenía miedo de entrar en uno.
Ahora, busco sastre. aunque me da pereza empezar de nuevo. Como en las
relaciones de pareja, le llevará un tiempo aprenderse mis manías
("entallado, con hombreras pequeñas, la manga dos dedos por encima del
borde de la camisa..."); a mí, acostumbrarme a sus historias, a sus
pequeñas vanidades. Hay veces en que todavía me sorprendo echando de menos al señor A. y sus espejos. De hecho,
en ningún otro me he visto nunca tan bien como en aquéllos. Me prometió que me
regalaría uno cuando dejara el negocio; no pudo ser. Y no se lo reprocho. D.E.P.
Han pasado prácticamente siete años desde esta entrada. Mi pasión por la ropa de época se ha agravado entretanto y más hebras grises destacan sobre el castaño de mi pelo. He conocido otro sastre y varias modistas y tiendas de arreglos. Sé, mejor que entonces, lo que me sienta bien y lo que no me sienta en absoluto. Me he mudado varias veces, he cerrado una relación sentimental. Y todavía, de vez en cuando, me vienen a la memoria el señor A., su taller y la bondad y justicia de sus espejos.
"I should like to bury something precious in every place where I've been happy and then, when I'm old and ugly and miserable, I could come back and dig it up and remember."