jueves, 26 de enero de 2012

El vintage está de moda






El vintage está de moda. Esta afirmación que, en el caso de Londres o del Reino Unido, podría resultar irrelevante por obvia, en ciudades como Madrid o países como España, no deja de suscitar cierto sentimiento de incredulidad. ¿Cómo es posible, dado el ostensible desprecio que el español expresa hacia todo lo que considera pretérito, caduco, antiguo, démodé? ¿Cómo compaginar, por otra parte, el vintage con el acendrado sentido del ridículo, el miedo al qué dirán y a distinguirse de los demás que caracteriza a los nacidos en una sociedad tan pacata como ésta? La única respuesta posible es que el tan mentado vintage se ha colado en nuestras calles y en los armarios patrios de la mano de las revistas de tendencias, como moda importada; lo que hay que ser y tener para entrar en la categoría de lo in y lo chic, al dictado de lo foráneo. Si en Londres se lleva, habrá que hacer algo al respecto. No digamos si, al poco, se vio en algún desfile de modas en París o en Milán. Y, así, proliferan como setas, más allá del odioso revival setentero de hace unos años, las tiendas dedicadas a la ropa y complementos de nuestros abuelos, por Chueca, Malasaña y las zonas de Lavapiés y el Rastro (y me refiero tanto a la oferta de segunda mano como a la de imitación, más o menos lograda, de estilos de otro tiempo). Por sus calles se deslizan, armados con mapas proporcionados por algún organismo oficial dedicado al fomento del comercio y el turismo, grupos de adolescentes amantes de la útima moda, el estilismo y el diseño. Aquí y allá se topa uno con alguien que luce una chaqueta de tweed añeja o una muchacha ataviada con un vestido heredado y el ojo agradece sin duda el detalle. Algo, por fin, que se sale de lo común, de la monotonía de la gente vestida en el H&M, en el Zara o en el Corte Inglés; de los insulsos caballeros de uniforme con sus trajes monocromos en azul o gris oscuro (prueba manifiesta de la absoluta falta de originalidad y de imaginación que reina entre los varones); de la tiranía uniformizadora de los blue jeans. Pero son siempre episodios efímeros, meros fogonazos de lo que podría pero sigue sin ser, en la medida en que raro es el caso en que la chaqueta o el vestido añejos no van emparejados con los sempiternos vaqueros, las zapatillas de deporte astrosas, en una tendencia al sincretismo que dice mucho acerca de los límites de la moda y de la estrechez de miras y de comportamiento por parte de aquellos que piensan estar rompiendo moldes por el mero hecho de introducir una prenda anacrónica en su vestuario. Porque más raro todavía, rarísimo, es encontrarse con alguien que haya profundizado en el terreno del vintage, estudiando con rigor el periodo glorioso que va de los años 20 a finales de los años 40 (lo siento por los fanáticos de los 50, pero es ése un decenio que podrá ser sugerente, rocanrolero y vistoso, pero en ningún caso elegante. En cualquier caso, infinitamente mejor que lo que habría de venir después); que haya aprendido las sutiles diferencias entre estilos, se haya enamorado del corte de un traje o un vestido. En definitiva, que haya (re)descubierto el sentido de la elegancia, la belleza en el vestir y tomado la drástica decisión de dedicar a su descubrimiento algo más que un par de perchas en su armario. Y, sin embargo, en ciudades como Londres, Toronto o Nueva York es frecuente cruzarse con hombres y mujeres que viven su día a día vestidos de época, en una consciente y orgullosa regresión a patrones indumentarios y estilísticos de antaño, con lo que conlleva de singularidad, vistosidad, gusto y carácter, pero también de respeto a sí mismo y a los demás. Porque no nos engañemos, será muy cómodo ir por la vida en camiseta y blue jeans ajados, pero el estilo y la elegancia están reñídos con la negligencia y el abandono. Y es el arte en el vestir el que permite disimular defectos, realzar belleza y porte e insisto, distinguirnos de la masa uniformada. Volcarnos, además, en un estilo del pasado es una forma de viaje apasionante que nos lleva a rebuscar en desvanes, arcones, tiendas de segunda mano, en pos de un hallazgo que haga volar nuestra imaginación y enriquezca nuestro vestuario y el abanico de complementos; a visitar a la modista o al sastre -aprender a coser es otra opción, que tampoco se trata de una ingeniería- para adaptar el hallazgo a nuestras hechuras (una forma económica de hacer nuestra la prenda adquirida). También nos empuja a disfrutar de viejas películas y de otras, más recientes (amén de las series de televisión), que recrean la mencionada edad dorada y cuyo valor trasciende sus méritos cinematográficos (a veces, harto discutibles), incrementado por nuestro interés por el atrezzo y los decorados, en busca de detalles.Vestido de época (se sobrentiende, una vez más, el periodo que va de la Guerra del 14 a los años 50), uno se convierte en actor y su vida cotidiana deviene a su vez película. Después de todo, la vida puede no ser sino una suma de placeres fugaces, monotonía y duraderas decepciones; evadirse mediante la ilusión es un recurso legítimo, más sano sin duda que ahogarse en alcohol o sumirse en el infierno de los paraísos artificiales. Y habrá quien, en aras de rellenar el tiempo y despistar al ennui  de vivre se enfangue en lides políticas, se entregue a labores sociales más o menos fecundas o indague en los asuntos del espíritu. Otros, sin duda más frívolos, preferimos dedicarnos a fondo, en nuestro día a día, a las recreaciones, al juego de las apariencias y a los disfraces. Porque, après tout, el vintage puede ser, mucho más que una moda para gente a la última, una elección que se convierta en una divertida, entretenida, incluso apasionante forma de vida, al abrigo del caprichoso vaivén de las tendencias.



"I should like to bury something precious in every place where I've been happy and then, when I'm old and ugly and miserable, I could come back and dig it up and remember."